Es preferible correr el riesgo de ser reiterativo y decir que la globalización nos impone un trabajo conjunto que excede el marco de las organizaciones gubernamentales que nacieron del concepto de estado-nación, y que entre el siglo XVIII y el XIX se volvieron el modelo de gobierno dominante. Si vemos la fotografía actual, sin duda son los estados quienes socorren al ciudadano y el corto plazo nos impone una estrategia local para un problema que, sin embargo, sólo podrá resolverse de modo eficaz mediante una estrategia global.
Son las dos caras de una misma moneda: por un lado el virus del COVID-19, se transformó en pandemia global en menos de 3 meses. Por otro lado las instituciones de gobierno, de cooperación o de intercambio a escala global fracasaron por completo a la hora de coordinar soluciones.
Frente a una emergencia que requería acciones inmediatas y eficaces, éstas se mostraron por completo irrelevantes, ya que la situación requería decisiones drásticas de carácter político, para las cuales sólo estaban capacitados los gobiernos legítimos de cada región. Y aún así los gobernantes locales corrieron un enorme riesgo de perder por completo esa legitimidad: algunos pecaron por exceso de precaución sanitaria, perjudicando la actividad económica de su área de influencia y otros fueron demasiado permisivos con el virus, cuya letalidad transformó en inviable la estrategia de la inmunidad de rebaño.
Pero no debemos creer que este fracaso de la incipiente gobernanza global, siempre rezagada respecto de la organización espontánea de la globalización económica, nos ha llevado de regreso a las viejas instituciones nacionales de los estados nación. Bastó que el stock de vacunas comenzara a fluir hacia las economías más prósperas del planeta para que el pánico frente al árbol no nos tapara el bosque: los bloques continentales volvieron a ser un valor agregado importantísimo para los países. México volvió a recordar que estaba en la misma zona económica de Estados Unidos y de Canadá, quienes pronto consiguieron stockearse para regresar a la vieja normalidad cuanto antes. Europa pronto superó los primeros inconvenientes de distribución de las grandes compañías farmacéuticas y, tras las fuertes olas de contagio del invierno septentrional, pudo recuperar una vida colectiva bastante similar a la de 2019.
En esencia: la planificación a mediano plazo, ya sin emergencias inmediatas, le volvió a demostrar al mundo que la cooperación en bloque no era tan mala idea después de todo.
Por eso llega el momento tal vez más importante para la organización colectiva: el del regreso a la normalidad. Al igual que en la posguerra europea, tras la derrota del nazismo, las democracias occidentales comprenden que deben dar unos cuantos pasos más allá de las simples relaciones bilaterales, y reforzar los lazos que permitan una cooperación eficiente.
Y es en este sentido que, como entonces, las organizaciones no gubernamentales, los liderazgos ciudadanos y el acercamiento bajo la forma de la Diplomacia Ciudadana -o paradiplomacia-deben promover un trabajo preventivo común frente a las futuras amenazas sanitarias, climáticas o de seguridad.
No importará si el enemigo es un virus, un ataque terrorista o una emergencia climática de alcance mundial. La próxima vez no podremos darnos el lujo de apagar el fuego con estrategias locales. La miopía frente al COVID-19 tal vez nos ha dado la lección más importante en esta transición hacia la Revolución 4.0: sin liderazgos eficientes para tomar decisiones pragmáticas de alcance global, los esfuerzos globales se transforman en soluciones ineficaces. No podemos darle un tratamiento municipal a un inconveniente de escala planetaria: declarar una guerra global no es tarea para los alcaldes ni patrimonio exclusivo de gobernantes que eventualmente deberán refrendar su legitimidad en elecciones.
Frente a los riesgos globales, para los cuales toda frontera es una división irrelevante, la cooperación internacional –o gobernanza global– deviene en una estrategia ineludible. Los estados necesitan el auxilio de sus pares y, al mismo tiempo, deben tomar el toro por las astas antes de que los riesgos traspasen los límites geográficos. Los agentes de cooperación pasan a ser, al mismo tiempo, destinatarios de la ayuda inmediata.
Consolidar las alianzas antes de que la amenaza desborde esas fronteras no se limita al trabajo diplomático formal. La experiencia de la pandemia global que aún atravesamos revela la urgente necesidad de reformular las actuales organizaciones formales (FMI, BID, ONU, Cruz Roja, OMS, etc) y algunas ya muy comunes, aunque más informales (el trabajo de las ONG, el intercambio de Recursos financieros y científicos entre agentes privados-transferencias inmediatas o asistencia técnica a regiones en situación de emergencia-, acuerdos bilaterales entre esos agentes o las estrategias mixtas entre la paradiplomacia y la diplomacia formal –públicas y privadas-, etc.).
La experiencia de las acciones proactivas entre todos estos agentes, frente a la emergencia sanitaria inédita en el último año, cambiará para siempre los modos de organización participativa para los años de pospandemia que se avecinan.
Nuestro país –y por ende toda nuestra región- debe encontrar el modo de posicionar sus intereses en este juego que trasciende los sistemas formales de intercambio y los liderazgos tradicionales, y esto debe hacerse proyectando las problemáticas y experiencias locales a las futuras articulaciones globales. Lo malo es que la solución a las nuevas amenazas ya no está en nuestras manos: lo bueno es que no estamos solos.
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