Identidad Digital: el problema no es la tecnología, sino cómo se aplica
- Fabio Budris

- 23 oct
- 5 Min. de lectura
En las calles del Reino Unido, miles de ciudadanos marchan con carteles que dicen “NO to Digital ID”. La imagen es poderosa: refleja el miedo de una sociedad que percibe que la próxima gran infraestructura digital podría volverse contra ella.
Y, en cierto sentido, ese temor es legítimo.
Una identidad digital centralizada, gestionada sin garantías, puede transformarse fácilmente en una herramienta de control, vigilancia y discriminación algorítmica. Pero, paradójicamente, las mismas tecnologías que hoy despiertan recelo —blockchain, inteligencia artificial, biometría— también podrían ser la base de un nuevo contrato social digital, si se aplican bajo un modelo correcto: el de la Identidad Autosoberana (SSI).
La identidad digital no es una opción; es una inevitabilidad histórica.
El mundo físico y el digital se fusionan, y todo —desde el empleo hasta la salud, los servicios financieros o la educación— requerirá identidades verificables en línea.
La pregunta clave es:¿quién controlará esa infraestructura? ¿El Estado? ¿Las corporaciones? ¿O las personas?
El modelo de SSI (Self-Sovereign Identity) propone un cambio de paradigma: que los ciudadanos sean los custodios de sus datos y credenciales, y que las verificaciones puedan realizarse sin exponer información sensible, gracias a zero-knowledge proofs y credenciales verificables (VCs).
La tecnología ya ofrece las garantías. Lo que falta es voluntad política, comprensión técnica y narrativa pública.
El mayor desafío no es técnico, es cultural
Hoy el gran obstáculo para avanzar no está en los algoritmos, sino en la falta de entendimiento. El debate público sobre identidad digital está plagado de confusiones: se mezclan conceptos de vigilancia con los de soberanía digital, se asocian wallets con control estatal y blockchain con pérdida de privacidad. Por eso, antes de implementar, hay que comunicar.
Antes de gobernar, hay que educar.
👉 Educar a los ciudadanos, para que comprendan que hay tecnologías que los empoderan, no que los exponen.
👉 Educar a los políticos y funcionarios, para que entiendan que la identidad digital no es un trámite digitalizado, sino una infraestructura de confianza con impacto directo en el desarrollo económico, la transparencia institucional y la competitividad del país.
Una identidad digital bien diseñada puede aumentar la inclusión financiera, reducir el fraude, facilitar la innovación y mejorar la eficiencia pública.
Pero mal implementada puede derivar en una distopía digital.
La confianza no se impone: se diseña
La confianza es el elemento más escaso y más valioso del siglo XXI. Y, a diferencia del petróleo o los datos, no puede extraerse: debe diseñarse.
Durante décadas, los sistemas digitales se construyeron bajo la lógica de “confía en nosotros”. Confía en el banco, confía en la red social, confía en el Estado.
Pero el contrato social digital que sostenía esa confianza está roto: las filtraciones, la manipulación algorítmica y la concentración de poder informacional erosionaron la fe de las personas en las instituciones. Por eso, las sociedades no desconfían de la identidad digital como concepto. Desconfían de quién la administra, quién tiene acceso, quién audita y qué puede hacer con ella. No se trata de miedo a la tecnología, sino de memoria: ya hemos visto cómo se abusa del poder cuando no existen contrapesos.
La respuesta no puede ser un eslogan gubernamental ni una promesa corporativa. La única respuesta posible son garantías tecnológicas verificables, escritas en el código, no en el mármol de las conferencias de prensa.
Garantías como:
Privacidad por diseño (Privacy by Design): que la privacidad no sea una opción de menú, sino el principio fundacional del sistema. Que los datos se minimicen, se anonimicen y se procesen bajo el control del usuario desde la concepción misma del sistema.
Verificación sin vigilancia (Zero Knowledge Proofs): la posibilidad de demostrar lo necesario sin revelar lo sensible. Es el puente entre seguridad y libertad: confianza sin exposición.
Código abierto y auditable (Open Source): Porque en el nuevo contrato digital, la transparencia no se declama, se compila. El código es la nueva Constitución: si no se puede auditar, no se puede confiar.
Diplomacia Ciudadana: A través de una gobernanza descentralizada y participativa, se genera poder distribuido entre múltiples actores —gobiernos, sociedad civil, academia y sector privado— que se auditan mutuamente. Un sistema de identidad global no puede depender del buen humor de una sola oficina de gobierno ni del arbitrio de una sola empresa.Asimismo, el proceso de toma de decisiones debe apoyarse en tres ejes clave: Gobiernos, Empresas y Ciudadanos, equilibrando soberanía, innovación y derechos.
Interoperabilidad global: porque la confianza no puede quedar atrapada en fronteras. Las personas necesitan que su identidad funcione en distintos contextos, jurisdicciones y plataformas, sin perder control ni privacidad.
Estas son las verdaderas herramientas de la confianza moderna: la criptografía como ética, la transparencia como política y la interoperabilidad como diplomacia.
Cuando la transparencia está embebida en la arquitectura, la sociedad no necesita creer: puede verificar.
Y ese cambio lo transforma todo.
Porque la confianza programada no depende de la buena voluntad, sino de la inmutabilidad del código y la trazabilidad de las acciones. Ya no se trata de “creer que no me van a espiar”, sino de saber que no pueden hacerlo. En el futuro, los sistemas que sobrevivan serán aquellos donde la verificación sustituya a la fe. Donde la seguridad no sea un argumento de marketing, sino una condición matemática.
Y donde la identidad digital deje de ser una amenaza, para convertirse en una extensión segura de la libertad humana.
La oportunidad del Reino Unido… y del mundo
El Reino Unido se encuentra en un momento bisagra de su historia digital. Lo que decida hoy no solo configurará su modelo de gobernanza tecnológica, sino que también enviará un mensaje al mundo occidental sobre qué tipo de sociedad quiere ser en la era de la inteligencia artificial y la automatización de la identidad.
Puede elegir el camino de la confianza y la libertad, construyendo un sistema de identidad digital donde la tecnología amplifique los derechos humanos en lugar de reemplazarlos.
El Reino Unido tiene una ventaja única: posee una larga tradición democrática, una sociedad civil activa y un ecosistema tecnológico de vanguardia. Ese capital histórico puede transformarse en liderazgo moral si decide diseñar un sistema de identidad digital que sirva como infraestructura de libertad, no de sumisión.
La decisión que hoy enfrente el Reino Unido resonará más allá de sus fronteras. Europa la observará como referencia de compatibilidad con el marco eIDAS2. América Latina la estudiará como posible hoja de ruta para sus futuras arquitecturas de identidad. Y las grandes plataformas tecnológicas la seguirán de cerca para adaptar —o capturar— el nuevo estándar.
Reflexión final
La identidad digital no es el enemigo. El enemigo es la ignorancia tecnológica y la falta de visión ética.
Si logramos comunicar, educar y construir infraestructuras con garantías reales, la identidad digital puede convertirse en la columna vertebral de una nueva economía de la confianza.
No temamos a la identidad digital. Temamos a su mala aplicación.
El futuro no se trata de si tendremos o no un sistema digital de identidad, sino de quién tendrá el control sobre él y bajo qué reglas. Y esas reglas deben escribirse con ética, transparencia y participación.
La tecnología puede liberar o puede oprimir. Dependerá de nuestra madurez como sociedad, de nuestra capacidad para educar, comunicar y exigir garantías tecnológicas reales.
Porque la verdadera soberanía —la del siglo XXI— no será territorial, será informacional, será saber quiénes somos, sin pedir permiso para demostrarlo.




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